Se llamaba «el bar Azul». Estaba cerca de casa y era un bar de viejos, con señores jugando al dominó y bebiendo vino como si les fuera la vida en ello. El típico bar al que nunca hubiera entrado por mi propio pie.
Habíamos quedado allí con unos chicos para jugar a algo llamado «La llamada de Cthulhu» (que pronunciábamos /chulú/) y, si recuerdo que el máster se llamaba Ivan, es porque una de las cosas que les comenté era que estaba leyendo un libro de un ruso y que me gustaba mucho que el diminutivo de «Iván» fuera «Vania» para más tarde preguntarle su nombre y ver que se llamaba «Iván» y darme cuenta de que me faltaban agallas o carisma para llamarlo «Vania». Aparte de eso no fue una sesión de rol memorable, o quizá sí, fue memorable porque fue uno de esos momentos en mi vida (como cuando fui por primera vez a un partido de baloncesto y ni siquiera sabía cuándo se suponía que tenía que aplaudir) en los que me sentí totalmente perdida, sin tener ni idea de qué hacer ni cómo actuar. Me dejé llevar y acabamos la sesión de esa tarde en el bar Azul, pero nunca volví a ese lugar y nunca volví a jugar con Vania (la edad me ha dado agallas y carisma).
Después de esa experiencia lo intenté con La Mascarada. Clan: Toreador. Nombre: Margarita. Profesión: Madame de un burdel de París. Me sirvió para pasar un par de años hablando con mis amigas como si en realidad fuésemos nuestros personajes y no nosotras mismas, para reírme de un chico que intentaba reírse de mí en el autobús de vuelta de un fin de año en la discoteca El Jardín y para una única sesión en la que éramos un atajo de ninfómanas que se follaban a los enemigos para vencerlos, pero no para aprender a jugar al rol.
Me gustan las historias. Me gusta contar historias. Me gusta que me cuenten historias. Me encanta que me lean historias antes de dormir. No entiendo entonces por qué el rol nunca cuajó en mi vida hasta los 33 años, pero así fue. Poco a poco y gracias a los chicos de La Marca del Este y a nuestras sesiones de los lunes testeando la caja negra, ya no me siento tan perdida en los universos fantásticos, en donde la acción siguiente depende por completo de lo que se te ocurra en ese momento y no de una elección más o menos compleja entre una lista de posibilidades.
M. y yo, sin embargo, aún no hemos podido jugar juntos a un juego de rol. Compramos el mouse guard porque adoramos las historias de ratones valientes y, hace poco, el Polaris, rendidos a su encanto de cuento nórdico, ambos con la esperanza de poder organizar alguna partida en casa con las chicas. No obstante es muy lento el proceso de interiorizar todos los detalles y además no las tengo todas conmigo de que a las jugadoras ocasionales que vienen a casa se las pueda engatusar para crear juntos una aventura.
Por eso nos apetecía tanto el Mansiones de la Locura (bueno, por eso, y por sus alucinantes miniaturas y diseño artístico), porque era un juego de mesa, pero también tenía ese componente de los juegos de rol que te obligan a hablar y actuar como el verdadero protagonista de la historia. Hemos jugado ya tres partidas y es un juego que siempre consigue meternos dentro de la aventura. Siento emociones reales. Siento suspense real cuando voy caminando por la casa. Siento miedo real cuando aparecen los monstruos y los sectarios. Siento alivio real cuando consigo resolver puzles, matar bichos y descubrir pistas. Siento angustia real cuando se va acabando el tiempo. El paso del tiempo es lo que hace tan tenso el juego. A una parte de mí le gustaría disponer de tiempo infinito para poder pasear por la casa, para no dejar una sola habitación sin explorar y tomarme con calma la aventura. Pero no, a otra parte de mí le gusta de verdad ese contra-reloj, ese saber que cuando suenan las campanadas es que el fin está cerca y que en los juegos, como en la vida, tienes que dejar puertas sin abrir y cosas sin hacer para poder avanzar.
Esta vez no era el bar Azul, sino mi propia casa. Esta vez no era un tipo al que no me atreví a poner un nombre ruso, sino una rusa de verdad (que nos contó que en Rusia no había bares de viejos) la que vino a jugar con nosotros. Esta vez no tomamos fantas y frutos secos, sino que hicimos un brownie con helado de vainilla. Esta vez me había leído las reglas tres o cuatro veces ya y habíamos jugado M. y yo los dos primeros escenarios y había tomado unas cuantas decisiones con respecto a la nueva partida, así que sabía perfectamente el terreno que pisaba.
Katia se quedó un poco perpleja cuando empezamos a desplegar la parafernalia y con cara de «dios mío, dónde me he metido» se puso a buscar un vídeo en ruso donde le explicaran el juego. Yo le intentaba decir que no era para tanto, que el montaje era lo más complicado pero que el juego era muy sencillo de entender, pero torcía un poco la boca y pensaba algo así como «ya, con tal de que juegue contigo me dirías lo que fuera».
Ella eligió a Kate Winthrop, la científica inteligente pero frágil, lo que me llevó a tomar la decisión de escoger a un tipo duro, Michael McGleen, con su enorme metralleta perforadora de pechos malignos, pero con la habilidad mental de un maní. Ninguno de ellos se caracterizaba por su destreza para huir de los monstruos, pero en principio se compenetraban bastante bien.
Caía la noche. Habíamos encendido una hoguera. Michael había ido a la casa a recoger la herencia de su tío muerto y Kate había ido a la casa… bueno… seguramente para acompañar a Michael y que no se sintiera solo. Las primeras pistas fueron relativamente sencillas de encontrar, aunque cada una de ellas venía precedida de un puzle que había que resolver y que, como mi inteligencia de maní sólo me permitía hacer dos movimientos, siempre tenía que venir la chica detrás a resolverlo, con el consiguiente menoscabo a mi masculinidad, hombría y amor propio. Una verdadera lástima, porque una de las cosas que más divierte de ese juego es la de resolver puzles, pero me resigné, me aferré a mi enorme metralleta y seguí con mi papel de tipo duro.
El tiempo pasaba rápido, mucho más rápido de lo que necesitábamos. Aquí estábamos, casi 20 años después del altillo del bar Azul, una rusa y una asturiana enfrentadas a un murciano que había pintado con tanto esmero las miniaturas de monstruos lovecraftianos (pondremos algún día en la web una sección con sus pinturas), que se daba toda la prisa posible por invocarlos en los sótanos oscuros de la mansión a medio construir.
El guardián venció, como siempre: el terror es más poderoso que cualquier humano, aunque esta vez la partida estuvo truncada desde el principio por una errata en la aventura que confundía las cartas de amenaza y hacía que fuera imposible para el guardián conseguir su objetivo y vencer como dios manda. Nos dimos cuenta en cuanto M. leyó en voz alta la carta objetivo de que algo fallaba, y fallaba muy seriamente. La errata nos alargó la vida, pero también hizo que la partida quedara oscurecida y que la sensación –no sé si decir épica– de la victoria o la derrota se perdiera.
De todas formas y a pesar de la errata fue una noche imborrable, una noche del viernes con amigos, con postre recién cocinado y con una gran historia de herencias y enfermedades congénitas entre las manos.
Los monstruos no nos mataron, M. se abstuvo de torturarnos con mitos y traumas y asestamos buenos golpes, pero no fue posible, tampoco esta vez, resistir el paso de las horas. El tiempo fue lo que nos venció, el tiempo que es inmune a las erratas y a las balas, el tiempo que nunca puede ser dominado y puesto a nuestro servicio, el tiempo que condujo a los monstruos de Cthulhu desde el altillo del bar de viejos hasta mi acogedor hogar en el sur de España y que rió el último una vez más, con su risa terrible y aguda, con una risa que se te mete en los huesos y te hace no poder dormir hasta las tantas y, cuando por fin concilias el sueño, te hace enfrentarte a tus peores pesadillas, a los monstruos más viscosos y los horrores más inimaginables.
El tiempo es lo que hace que todo, finalmente, estalle en pedazos.