Archivos Mensuales: agosto 2012

La victoria del tiempo

Se llamaba «el bar Azul». Estaba cerca de casa y era un bar de viejos, con señores jugando al dominó y bebiendo vino como si les fuera la vida en ello. El típico bar al que nunca hubiera entrado por mi propio pie.

Habíamos quedado allí con unos chicos para jugar a algo llamado «La llamada de Cthulhu» (que pronunciábamos /chulú/) y, si recuerdo que el máster se llamaba Ivan, es porque una de las cosas que les comenté era que estaba leyendo un libro de un ruso y que me gustaba mucho que el diminutivo de «Iván» fuera «Vania» para más tarde preguntarle su nombre y ver que se llamaba «Iván» y darme cuenta de que me faltaban agallas o carisma para llamarlo «Vania». Aparte de eso no fue una sesión de rol memorable, o quizá sí, fue memorable porque fue uno de esos momentos en mi vida (como cuando fui por primera vez a un partido de baloncesto y ni siquiera sabía cuándo se suponía que tenía que aplaudir) en los que me sentí totalmente perdida, sin tener ni idea de qué hacer ni cómo actuar. Me dejé llevar y acabamos la sesión de esa tarde en el bar Azul, pero nunca volví a ese lugar y nunca volví a jugar con Vania (la edad me ha dado agallas y carisma).

Después de esa experiencia lo intenté con La Mascarada. Clan: Toreador. Nombre: Margarita. Profesión: Madame de un burdel de París. Me sirvió para pasar un par de años hablando con mis amigas como si en realidad fuésemos nuestros personajes y no nosotras mismas, para reírme de un chico que intentaba reírse de mí en el autobús de vuelta de un fin de año en la discoteca El Jardín y para una única sesión en la que éramos un atajo de ninfómanas que se follaban a los enemigos para vencerlos, pero no para aprender a jugar al rol.

Me gustan las historias. Me gusta contar historias. Me gusta que me cuenten historias. Me encanta que me lean historias antes de dormir. No entiendo entonces por qué el rol nunca cuajó en mi vida hasta los 33 años, pero así fue. Poco a poco y gracias a los chicos de La Marca del Este y a nuestras sesiones de los lunes testeando la caja negra, ya no me siento tan perdida en los universos fantásticos, en donde la acción siguiente depende por completo de lo que se te ocurra en ese momento y no de una elección más o menos compleja entre una lista de posibilidades.

M. y yo, sin embargo, aún no hemos podido jugar juntos a un juego de rol. Compramos el mouse guard porque adoramos las historias de ratones valientes y, hace poco, el Polaris, rendidos a su encanto de cuento nórdico, ambos con la esperanza de poder organizar alguna partida en casa con las chicas. No obstante es muy lento el proceso de interiorizar todos los detalles y además no las tengo todas conmigo de que a las jugadoras ocasionales que vienen a casa se las pueda engatusar para crear juntos una aventura.

Por eso nos apetecía tanto el Mansiones de la Locura (bueno, por eso, y por sus alucinantes miniaturas y diseño artístico), porque era un juego de mesa, pero también tenía ese componente de los juegos de rol que te obligan a hablar y actuar como el verdadero protagonista de la historia. Hemos jugado ya tres partidas y es un juego que siempre consigue meternos dentro de la aventura. Siento emociones reales. Siento suspense real cuando voy caminando por la casa. Siento miedo real cuando aparecen los monstruos y los sectarios. Siento alivio real cuando consigo resolver puzles, matar bichos y descubrir pistas. Siento angustia real cuando se va acabando el tiempo. El paso del tiempo es lo que hace tan tenso el juego. A una parte de mí le gustaría disponer de tiempo infinito para poder pasear por la casa, para no dejar una sola habitación sin explorar y tomarme con calma la aventura. Pero no, a otra parte de mí le gusta de verdad ese contra-reloj, ese saber que cuando suenan las campanadas es que el fin está cerca y que en los juegos, como en la vida, tienes que dejar puertas sin abrir y cosas sin hacer para poder avanzar.

Esta vez no era el bar Azul, sino mi propia casa. Esta vez no era un tipo al que no me atreví a poner un nombre ruso, sino una rusa de verdad (que nos contó que en Rusia no había bares de viejos) la que vino a jugar con nosotros. Esta vez no tomamos fantas y frutos secos, sino que hicimos un brownie con helado de vainilla. Esta vez me había leído las reglas tres o cuatro veces ya y habíamos jugado M. y yo los dos primeros escenarios y había tomado unas cuantas decisiones con respecto a la nueva partida, así que sabía perfectamente el terreno que pisaba.

Katia se quedó un poco perpleja cuando empezamos a desplegar la parafernalia y con cara de «dios mío, dónde me he metido» se puso a buscar un vídeo en ruso donde le explicaran el juego. Yo le intentaba decir que no era para tanto, que el montaje era lo más complicado pero que el juego era muy sencillo de entender, pero torcía un poco la boca y pensaba algo así como «ya, con tal de que juegue contigo me dirías lo que fuera».

Ella eligió a Kate Winthrop, la científica inteligente pero frágil, lo que me llevó a tomar la decisión de escoger a un tipo duro, Michael McGleen, con su enorme metralleta perforadora de pechos malignos, pero con la habilidad mental de un maní. Ninguno de ellos se caracterizaba por su destreza para huir de los monstruos, pero en principio se compenetraban bastante bien.

Caía la noche. Habíamos encendido una hoguera. Michael había ido a la casa a recoger la herencia de su tío muerto y Kate había ido a la casa… bueno… seguramente para acompañar a Michael y que no se sintiera solo. Las primeras pistas fueron relativamente sencillas de encontrar, aunque cada una de ellas venía precedida de un puzle que había que resolver y que, como mi inteligencia de maní sólo me permitía hacer dos movimientos, siempre tenía que venir la chica detrás a resolverlo, con el consiguiente menoscabo a mi masculinidad, hombría y amor propio. Una verdadera lástima, porque una de las cosas que más divierte de ese juego es la de resolver puzles, pero me resigné, me aferré a mi enorme metralleta y seguí con mi papel de tipo duro.

El tiempo pasaba rápido, mucho más rápido de lo que necesitábamos. Aquí estábamos, casi 20 años después del altillo del bar Azul, una rusa y una asturiana enfrentadas a un murciano que había pintado con tanto esmero las miniaturas de monstruos lovecraftianos (pondremos algún día en la web una sección con sus pinturas), que se daba toda la prisa posible por invocarlos en los sótanos oscuros de la mansión a medio construir.

El guardián venció, como siempre: el terror es más poderoso que cualquier humano, aunque esta vez la partida estuvo truncada desde el principio por una errata en la aventura que confundía las cartas de amenaza y hacía que fuera imposible para el guardián conseguir su objetivo y vencer como dios manda. Nos dimos cuenta en cuanto M. leyó en voz alta la carta objetivo de que algo fallaba, y fallaba muy seriamente. La errata nos alargó la vida, pero también hizo que la partida quedara oscurecida y que la sensación –no sé si decir épica– de la victoria o la derrota se perdiera.

De todas formas y a pesar de la errata fue una noche imborrable, una noche del viernes con amigos, con postre recién cocinado y con una gran historia de herencias y enfermedades congénitas entre las manos.

Los monstruos no nos mataron, M. se abstuvo de torturarnos con mitos y traumas y asestamos buenos golpes, pero no fue posible, tampoco esta vez, resistir el paso de las horas. El tiempo fue lo que nos venció, el tiempo que es inmune a las erratas y a las balas, el tiempo que nunca puede ser dominado y puesto a nuestro servicio, el tiempo que condujo a los monstruos de Cthulhu desde el altillo del bar de viejos hasta mi acogedor hogar en el sur de España y que rió el último una vez más, con su risa terrible y aguda, con una risa que se te mete en los huesos y te hace no poder dormir hasta las tantas y, cuando por fin concilias el sueño, te hace enfrentarte a tus peores pesadillas, a los monstruos más viscosos y los horrores más inimaginables.

El tiempo es lo que hace que todo, finalmente, estalle en pedazos.

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El póquer no es un juego de azar

De todos los juegos que he jugado en mi vida puedo decir que el póquer ha sido el más jugado de todos ellos. Jugué desde pequeña, sobre todo de pequeña, con mi hermana y mi prima y apuestas de garbanzos. También enseñé a jugar a Adriana y jugábamos con sus fichas de plástico en esas deliciosas tardes en su casa llena de animales y plantas bajo la imponente silueta del Teide. Adriana siempre me lo recuerda, las timbas de póquer y los «sueñecitos» (historias de amor romántico y pegajoso que yo les contaba por las noches para que durmieran bien) y, cuando nos reunimos, aparecen los recuerdos de apuestas, de cartas, de combinaciones fatales.

A mi padre no le gustaba que jugáramos al póquer, pensaba que los juegos de apuestas son cosa del diablo, y quizá sea por eso que jamás he jugado al póquer con dinero de verdad y no es algo que tenga en mi lista de cosas que deseo hacer. En el póquer ya te juegas demasiado para, además, jugarte tu dinero. Es un juego de espíritus, de la fuerza de tu espíritu contra la fuerza del espíritu de los otros, es un juego de saber tener paciencia y, también, es un juego de saber ser cruel en los momentos clave. Adoro cualquier cosa que tenga que ver con el póquer: las películas de jugadores, los símbolos de las cartas, barajar como una croupier, los croupiers, «La canción del croupier del Mississipi» de Leopoldo María Fumo mucho. Demasiado./Fumo para frotar el tiempo y a veces oigo la radio… los tatuajes de póquer y los libros que hablan del póquer. Concretamente uno,  La música del azar, de Paul Auster, un libro que me enseñó bastantes cosas de cómo funcionaba el mundo y que fue el germen de alguno de mis textos y, en el fondo de todo, creo que también ha tenido su parte de culpa en la creación de este blog. En La música del azar dos tipos (uno con dinero, otro con talento) se juntan para retar a los dos –no recuerdo si hermanos– con más suerte del mundo. Estos dos hermanos habían ganado la lotería y habían construido en su casa una réplica exacta del momento en el que compraron el boleto, con la ciudad y sus personajes cotidianos congelados en un momento de la historia. La partida iba bien para los protagonistas, iban ganando y ya se imaginaban saliendo de ahí no sólo con los bolsillos llenos de dinero, sino también con el halo de brillo que rodea a quien sabe que ha derrotado a los mejores. Sin embargo, en un momento uno de ellos se levantó, fue a ver la maqueta y movió un muñeco (una vez más mi memoria no podría jurar si lo movió o se lo guardó en el bolsillo). Este pequeño movimiento, esta alteración en el azar, cambió su suerte por completo. Fue una partida memorable que, como todas las partidas memorables, trajo sus consecuencias.

No. El póquer no es un juego de azar. O el azar no es algo tan tiránico como parece. El póquer es el juego de saber bailar con el azar, aunque ese baile, como me había advertido mi padre, es un baile demoníaco. No soy buena al póquer porque trato de no ser una persona demoníaca, pero me gusta ver el baile y sí, también me gusta bailar.

Hablemos de la suerte, de los juegos con demasiado factor «suerte», en el que intervienen demasiado los dados o las cartas o cualquier otro tipo de azar. Me gustan esos juegos, en parte porque me descargan de la entera responsabilidad por la derrota y en parte porque esos juegos son los que verdaderamente enseñan algo. Enseñarte a bailar con el azar es, creo yo, lo más didáctico que puede tener un juego de mesa. En la vida los acontecimientos suceden de esa manera, movidos por un azar que algunos llamaron «dios» y otros «suerte» o «casualidad». Saber minimizar los daños de las manos o las tiradas malas y maximizar las ventajas de las buenas significa aprender a vivir. No importa lo lista que seas si no te salen más que parejas de doses. No importa lo tonta que seas si no te salen más que tríos y escaleras. Pero lo que sí importa es, primero, cuánto estás dispuesta a arriesgar y, segundo, qué vas a hacer con las cartas que te han tocado.

Medir el riesgo es una de las destrezas que hay que tener en los juegos de azar y, amigos, encontrar ese punto justo no está al alcance de cualquiera. Puede que no exija grandes estrategias como el ajedrez, pero exige ciertas cualidades digamos, más temperamentales, más aristotélicas, más de hallar el punto medio entre dos grandes vicios.

Una vez medido el riesgo tienes que hacer otra cosa: aceptar tu suerte. No todo el mundo acepta su suerte. Sé que para mí es fácil decirlo porque –aunque casi siempre pierdo– también he de decir que casi siempre tengo buena suerte. Tengo esa especie de intuición de «estoy en racha» que me podría hacer ganar muchos euros en un casino, sin embargo, probablemente después los perdería porque, mucho me temo, lejos estoy del punto medio aristotélico en cuanto a «medir el riesgo» se refiere. «Yo hago mi propia suerte», decía el anciano marido de Gilda con su bastón-arma en la sórdida neblina del cine negro. En el póquer también hacemos cada uno nuestra propia suerte y tenemos que vivir (vamos a pensar que una partida equivale a una vida) con ella.

Con la suerte que te toque puedes esperar, arriesgar, mentir (los que sepan mentir), reaccionar, observar… una partida de póquer es la lucha entre lo que deseas conseguir y lo que realmente puedes conseguir. Si eres capaz de ser consciente de ambas cosas y actuar en consecuencia, tendrás muchas posibilidades de ganar.

A M. también le gusta el póquer. Mucho, muchísimo. Ambos estuvimos enganchados (él más que yo, porque yo me ponía demasiado nerviosa) a un juego de ordenador en el que tenías que ganar minas y comprar pueblos con interminables partidas con los lugareños. Sin embargo todavía no habíamos jugado nunca a un póquer de verdad. Tenemos las cartas, las fichas, el tapete porque, ya os lo había dicho, me encanta todo lo que tenga que ver con el póquer, pero aún no nos habíamos puesto delante de la mesa a apostarnos dinero imaginario.

Con la llegada de Lucía ya no tuvimos excusa para no jugar. Montamos toda la parafernalia, preparé karkade «on the rocks», y me dispuse a iniciar a mi prima en el espíritu del póquer. Al menos un poquito, al menos que metiera la nariz y se sintiera como me siento yo cuando juego, con GildaLa música del azar y «unos días soy Caín, y otros un jugador de póquer que bebe whisky perfectamente» y El golpe (Paul Newman es lo más parecido a un ángel que he visto nunca) y la locura frenética de Lock and Stock y la elegancia narrativa de Rounders y tantas, tantas imágenes y escenas a mis espaldas, porque el póquer no es sólo póquer lo mismo que París no es sólo París. Es imposible pasear por París sin sentirte parte de la historia de imágenes de París que te han llegado a los ojos, lo mismo que es imposible jugar al póquer sin todas esas escenas y personajes de película, jugándoselo todo a una carta, a una mano, a un golpe de suerte.

Tantos deseos tenía de ganar que no me di cuenta de un 9 que faltaba en mí escalera. Tanto quería maximizar mi full que no aproveché para hacer una apuesta que espantara a M. y terminó ganando la mitad de mis fichas porque su trío era de ochos y el mío de sietes (manos casi exactas). Lucía jugaba como una niña, hacía locuras y se dejaba engañar casi siempre, aunque de vez en cuando tenía suerte, esa suerte que siempre se pega como una lapa a la inocencia, y se reía como una loca y era inmensamente feliz. Yo también a veces juego todavía como una niña. M. no juega como un niño. M. es un hombre, uno de verdad, un tipo al que es mejor tener como amigo que como enemigo, que no le tiembla el pulso cuando gana pero que tiene una aversión atávica a la derrota. En un momento dijo: «este sería el momento perfecto para levantarse de la mesa» y «un jugador de póquer tiene que saber cuándo retirarse del juego», y después de decirlo siguió ganando. Nos fuimos de la mesa sin que que llegara a deplumarnos porque, a pesar de todo, no es un tipo cruel. Lucía se fue, pero los tres sabemos que no ha sido, ni mucho menos, nuestra última partida.

El póquer es un juego, con todas sus trampas y trucos, un juego transparente, donde nos desnudamos (todo póquer es, en cierta medida un streep-poker) y dejamos ver a los otros –si están lo suficientemente atentos– la forma en que vivimos, la forma en la que bailamos con el azar y la forma en la que podrían –si son suficientemente prudentes– derrotarnos. No, el póquer no es un juego de azar, el póquer es el juego en el que nos enfrentamos a nosotros mismos, a nuestros miedos, a nuestros deseos, a nuestra suerte.

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