Archivos Mensuales: octubre 2012

Aprender a sobrevivir

El cristianismo es una religión escatológica porque está enfocada a un fin del mundo, a un Apocalipsis que destruya todo el universo conocido y haga borrón y cuenta nueva entre los mortales. Sin el juicio final, sin esta esperanza de que todo se acabará un día, la religión que apostó por la linealidad del tiempo y por los hechos que suceden una sola vez en la historia dejaría de tener sentido.

Por eso gurús y profetas de todo corte y ascendencia han ido fijando las fechas del fin del mundo en eclipses, cambios de número en el calendario o interpretaciones de viejas escrituras. Hemos sobrevivido a señales, al holocausto y al cambio del milenio, pero sólo Dios sabe –ya que es cosa suya– si sobreviviremos al fin del calendario maya o el 21 de diciembre llegará por fin el tan esperado Apocalipsis.

Por si acaso, nos vamos preparando para la supervivencia. Vamos en manada al cine a ver Lo imposibleleemos La carretera y devoramos todo cuanto tenga que ver con zombis, ya sea en cómic, en serie, en película o en juego de mesa. También volvemos a rescatar a los que consiguieron sobrevivir, a aquellos que quedaron en medio de la naturaleza, lejos de supermercados y hospitales, y vencieron al hambre, a las inclemencias del tiempo y a la muerte, y sobrevivieron.

Dos Robinsones acaban de ser editados: uno español, otro polaco. El español no lo hemos probado, quizá por la portada de cuentecillo infantil, quizá por las críticas de falta de rejugabilidad o –más probablemente– porque el polaco nos enamoró desde la primera entrevista a Ignacy Trzewiczek que leímos. Lo prepedimos y lo compramos en Essen y nos lo trajimos a casa como quien se trae un tesoro de una isla desierta lleno de doblones de oro.

Leí las reglas medio dormida en el camino de vuelta y jugamos una primera partida llena de errores. Errores en las reglas, porque bajábamos la moral cada día, nunca cambiábamos de jugador inicial y pensábamos que la piel era necesaria para construir tejado y empalizada; y errores en el juego, porque nos dedicamos a intentar cumplir el objetivo que fijaba el escenario (el cual consistía en construir una enorme pila de madera) sin preocuparnos de proteger nuestro campamento y a nosotros mismo. Si ya el juego parecía duro, nosotros lo hicimos aún más duro, resignados una muerte humillante. Por la mañana apilábamos madera como locos y por la noche la teníamos que gastar toda para protegernos de la lluvia y del frío.

Robinson Crusoe es un juego totalmente realista. No sólo temático, sino realista. El diseñador se ha preocupado por saber todos los detalles que hay que tener en cuenta a la hora de sobrevivir en una isla desierta, y eso hace que la misión sólo sea una cosa más que hacer de la que vas luchando contra los elementos. Volví a leer las reglas buscando los errores que había cometido y volvimos a jugar. Me dio pereza revisar todo el set-up, así que lo hice de memoria, con lo cual me olvidé de poner sólo 12 cartas de evento y así fuimos tramposamente bendecidos por la amplitud del mazo.

De todas formas hicimos mucho mejor las cosas, nos dedicamos a construir objetos, techo, empalizada, armas. Subimos la moral, coleccionamos tokens de determinación que más tarde nos sirvieron –gracias a las características de mi personaje– para cobijarnos de la lluvia y, en resumen, formamos un buen equipo que se acabó el escenario dos rondas antes del final. Eché de menos esta vez el vernos más apurados, sentir el agua al cuello, las heridas subir y la moral bajar. Parecía como si nuestro buen humor fuera un antídoto contra cualquier peligro o veneno de la isla y eso no es realista, el buen humor no puede vencerlo todo. El buen humor nos diría que estamos preparados para sobrevivir al Apocalipsis y eso, amigos míos, es muy peligroso. Los zombis nos esperan a la vuelta de la esquina, y vamos a necesitar algo más que buen humor para salir con vida.

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No tener piedad

Estábamos M. yo en nuestra última noche en Dusseldorf, después de un par de horas en el Starbucks bebiendo líquidos caros y deliciosos y con un par de cervezas alemanas abiertas con la puerta del baño.

Totalmente feliz y concentrada, comencé la partida de Wilderness, ese juego publicado por una empresa familiar en el que te pierdes en lo salvaje y tienes que sobrevivir al hambre, a la sed, a la enfermedad y al ataque de animales salvajes para llegar sano y salvo a la aldea. El juego avanza por cartas de tiempo atmosférico, cada carta tiene casillas de día y de noche y un marcador recorre estas casillas antes de pasar a la siguiente. Al principio del día recibes cartas de evento, que puedes usar para tu bien o para desastre de los otros. Estas cartas son secretas y las guardas en tu mano, pero era la primera partida y yo quería verlas bien y familiarizarme con ellas para usarlas en el momento adecuado, así que las puse boca arriba y las miraba constantemente. Gracias a estas cartas coloqué una loseta en la dirección que me convenía y utilicé a los lobos para que devoraran a M. sin piedad y lo dejaran hecho unos zorros en medio del bosque.

No resistió los ataques durante el turno de la naturaleza ni mis tiradas de dados acompañadas por una suerte implacable, así que M. murió pronto, incluso antes de que yo llegara al pueblo, pasto de las enfermedades y las bestias. ¿Fui feliz entonces? Lo cierto es que no demasiado. La partida había estado tan descompensada, yo había paseado tan tranquila mientras él se enfrentaba a tantos peligros, que me dio bastante pena y perdí la concentración.

Echamos otra. Esta vez ya no estaba tan centrada. Por un lado temía que la hora se nos echara encima y no pudiéramos comprar el bocadillo para llevar, por otro –y aunque no tuviera motivos para sentirme así– me pareció injusta mi victoria. No sé, puede ser que las victorias y las derrotas abultadas siempre nos parezcan, de alguna manera, injustas.

Tenía muchas cartas de evento, pero las usé con mucha menos inteligencia que antes. El oso no hacía más que atacarme y eso también me puso nerviosa, me hizo gastar mi movimiento en huir cuando habría podido mandarlo a su guarida de una patada. M. no se cortaba demasiado a la hora de putearme, así que su aventura de supervivencia terminó como un paseo dominical por el bosque y la mía acabó en las fauces de las bestias.

Algo dentro de mí quería perder, quería que él fuera feliz como yo lo había sido al principio del juego, pero la felicidad es un estado inestable en el que influyen demasiados factores como para pensar que podemos controlarla. El juego es sencillo, sin tantos matices en la lucha por la supervivencia como el Robinson Crusoe (con el cual viajó en la misma maleta), pero tiene sus puntos de brillo, como el turno de la naturaleza tras el turno de los supervivientes, la influencia del tiempo, las especificaciones de cada terreno o la brújula para resolver los movimientos azarosos. ¿Un consejo? No tener piedad. Cuando lo que está en juego es la propia vida no te puedes preocupar por la felicidad, por la vida de los otros.

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