Por fin había salido. Spartacus en español. Habíamos leído lo divertido que era y, a pesar de que intentamos sin ningún éxito vernos la serie, teníamos cada vez más ganas de jugarlo. No es un juego caro y tampoco es un juego complicado de sacar a la mesa. Las reglas son bastante sencillas, aunque la traducción es pésima y hay que revisar la edición en inglés para entender bien algunas cartas. Parece como si le hubieran encargado la traducción a un gabinete de traductores totalmente ajenos a los juegos de mesa, y eso se nota en el resultado. Consejo para las editoriales: tirad de frikis. Siempre se puede encontrar a algún friki dispuesto a currarse una traducción como si le fuera la vida en ello a un precio más que razonable. La afición es lo que tiene, que casi sólo por el placer de contribuir a un juego, eres capaz de echar horas sin medida.
Sí, la traducción es un detalle feo, es cierto, pero no vamos a dejar que nos estropee un juego tan completo y divertido como Spartacus: Sangre y Arena. Es uno de esos juegos trepidantes, donde en cada paso estás planificando el siguiente y donde hay peleas llenas de épica y sudor. Tan contentos estábamos cuando llegó por fin a casa que nos pusimos a hacer un vídeo de unboxing, aunque comprobamos con tristeza que no es tan fácil hacer vídeos y que –al menos de momento– no es lo nuestro. Un post lo puedes planificar y escribir casi por completo en tu cabeza, aunque después siempre surge alguna sorpresa en el momento de teclearlo. Un vídeo tienes que planificarlo como dios manda. Tienes que pensar muy bien lo que vas a decir, tienes que calcular muy bien los tiempos. Es otro lenguaje diferente y mucho me temo que es un lenguaje que no dominamos. Hay gente muy buena por ahí haciendo vídeos de unboxing (pienso en el Vengador Tóxico, que además tiene una voz muy agradable), vídeos de explicación de reglas (los de Juegamestore son muy claros y útiles) y vídeos de reseñas (Tom Vasel es un pequeño dios rodeado de sus pequeñas hijas que son como ángeles, nadie puede hacer vídeos tan adorables), así que por ahora nos conformaremos con la letra escrita.
Otro defecto que tiene Spartacus es que sólo pueden jugar un máximo de cuatro jugadores. En otros tiempos no nos habría importado e incluso nos habrían sobrado dos, pero como ahora sí que tenemos grupo de juego y no nos juntamos menos de cinco, resultaba un inconveniente. M. buscó por la bgg y encontró una versión para 5 jugadores. Escaneamos e imprimimos a Solonius y unas cuantas cartas de inicio y nos dispusimos a probar si funcionaba. En ningún momento notamos que fuera una adaptación (a no ser por la presencia de los hermanos Solonius que, ante la ineptitud de sus gladiadores para el combate decidieron asociarse para abrir una pizzería) y tampoco nos sobró nunca un jugador o se nos alargó en exceso. Fue tan fluido, tan adecuado, tan trepidante, que ahora se me haría raro jugar sólo con cuatro jugadores o sin hacer dos combates por ronda.
En Spartacus es fundamental el momento en el que haces tus compras. Tienes que gestionar muy bien tu dinero para conseguir una verdadera ventaja y yo llené mi mano de monedas de oro para hacerme no con un gladiador, sino con una mala bestia. A partir de ahí mis combates fueron un paseo por la arena, en el que aplastaba sin piedad el cráneo de mis adversarios con un solo gesto. Sí, la arena era mía. No volvió a aparecer en subasta ningún gladiador que pudiera hacerme sombra y ya me estaba frotando las manos pensando en el olor de los laureles de la victoria.
Me quedaba un punto de influencia para ganar. El viento soplaba a favor. Sin embargo pensé que por qué arriesgarme en la arena con mi gladiador si a la ronda siguiente podía vender unos cuantos esclavos y hacerme fácilmente con ese punto que me faltaba. No. Esta vez no iba a combatir. Iba a dejar que se mataran entre ellos e iba a esperar a la siguiente ronda, iba a vender mis esclavos e iba a ganar con elegancia y sin derramamiento de sangre. Craso error. En una ronda puede pasar de todo y aunque empieces con tu influencia al máximo, existen mil maneras de hacer que la pierdas. Así fue, fui la ganadora potencial durante unos segundos, antes de que empezaran a lanzarme conspiraciones e improperios hasta que ni mis guardias fueron suficientes para aplacarlas y perdí un punto. Sin embargo me quedaba otra oportunidad: ser el anfitrión. El anfitrión decide quién lucha contra quién y además se lleva influencia por el solo hecho de organizar los juegos. Tenía que aguantar las ganas de comprar hasta el final, hasta que se subastara el puesto de anfitrión y ahí sí, lanzarme con todos mis sextercios. Por desgracia M. me estaba leyendo la mente mientras yo trazaba el plan y había acumulado una considerable riqueza, así que me ganó por unas pocas monedas, fue el anfitrión, no me eligió para combatir contra nadie y ganó. Fácilmente, de una forma tan limpia como cruel. Me dio pena, cierto, sobre todo después de haber tenido la victoria en la mano, pero por otro lado esto alargó un poco más una partida que estábamos disfrutando como enanos y que nadie quería que terminara. Para otra vez ya lo sabes, Maquiavela, los juegos de gladiadores se ganan en la arena o no se ganan. Sí que existen triquiñuelas, comercios, conspiraciónes, pero donde realmente se decide el destino de los hombres es en el circo, con el público coreando los nombres y nada más que dos cuerpos, dos espadas, dos voluntades una frente a la otra.
Tan buen sabor de boca nos dejó el juego que los chicos se lo acabaron comprando a un amigo suyo. Tanto nos abrió el apetito de sangre ajena que sacamos después otro juego en el que ver morir a los otros es uno de los mayores placeres que existen: Survive (traducido al español como La Isla). Tiene el mismo problema que el Spartacus: es sólo para cuatro jugadores. Pero habíamos comprado la expansión y pudimos fácilmente adaptarlo a cinco (el gran fallo de la expansión son las pegatinas de pésima calidad que se le pegan a los meeples con el número de supervivientes y que se despegan a las primeras de cambio). Tampoco en este juego se nota la adaptación y fluyó como la lava del volcán que nos terminaría sepultando. Cierto que hay que tener un poco de mala leche para este juego, porque es fundamental devorar y hundir a los otros jugadores, pero es una mala leche que el propio juego te proporciona. Da igual que al principio de la partida tus intenciones sean portarte bien y salvar a tus pequeñines sin molestar a nadie, en cuanto veas a tu primer nadador devorado por las fauces de un tiburón o en cuanto una barca acabe en el fondo del océano cuando estabas a punto de llegar a la isla, ya verás como tu perspectiva cambia y la piedad empieza a desaparecer de tus emociones. Adoro el Survive. Adoro lo que el Survive hace con la gente. Adoro que saque esa parte que uno intenta tapar cuando convive con los otros pero que es la esencia de nuestro instinto. Además es un juego sencillo, fácil de aprender, fácil de jugar, sin ninguna barrera idiomática. Todas mis partidas al Survive, incluso con gente que juega por curiosidad o por pasar la tarde bebiendo cerveza, han sido un éxito. Quizá mi única queja es que M. tiene una extraña afición por focalizar su afán destructor en mis pequeños supervivientes, pero como vamos cogiendo confianza con nuestro grupo de juego poco a poco se va atreviendo a atacar también al resto de la mesa, lo cual supone un alivio importante. Volvió a ganar el amigo, que en los juegos de puteo y traición no tiene rival y que no le tiembla el pulso si tiene que sacrificar a los suyos para poder cargarse un barco lleno de gente de otro color, pero me quedé a tan poco de la victoria que casi llegué a disfrutarla igual.
Paramos para cenar y seguimos la noche con peleas y mamporros. Sacamos King of Tokio, un juego que tenemos perfectamente dominado y que no hizo falta explicar casi nada. Es divertido zurrarse a lo bestia, pero si juegas demasiado a lo loco puedes quedarte fuera de la partida en menos que ruge Godzilla. Es lo malo que tiene, es uno de esos juegos donde se elimina a los jugadores. Vale, si juegas con un poco de cabeza lo más seguro es que casi puedas acabar con los otros y que las diferencias sean de un par de rondas, pero si te tiras a la destrucción total, como corresponde a un monstruo descerebrado, pues puede ser que mueras casi sin darte cuenta. Cerezo se hizo con Tokio y no quiso salir de ahí hasta que estaba casi muerto, así que tuvimos que quitar alguna garra de los dados y volver a tirar para que su partida no fuera demasiado corta. A pesar de ser un juego para muchos jugadores creo que como más me gusta es con dos o tres. Cuando hay demasiado barullo Tokio se convierte en un lugar prácticamente intransitable.
Ya era tarde. Yo estaba cansada. Había sido una semana dura dentro de un mes duro que ponía fin a un año jodidamente duro. Pero estaba feliz. Me había metido de tal manera en los juegos que había conseguido olvidarme de todas las cosas pendientes, relajarme, disfrutar con el derramamiento de sangre propia y ajena. Habíamos empezado a jugar un Love Letter cuando Pas tuvo que hacer un recado, así que los chicos querían seguir la partida. Yo ya había tenido suficiente y con Love Letter volvíamos a tener el problema de los cuatro jugadores. Decidí dejarlos jugar a ellos, aunque el exceso de cerveza y la hora del Lobo que se iba acercando hicieron que su partida estuviera plagada de errores, nadie consiguiera verdadera ventaja con la princesa y se decidiera todo en el último momento. Sí, el último momento de los juegos es verdaderamente importante, es la puñalada de gracia, el rescate in extremis o el último golpe de suerte. Es cuando tus cálculos dejan de funcionar y tienes que confiar en lo que has hecho durante la partida y que no te tiemble el pulso para dar la estocada final. El último momento es el momento definitivo, es la arena, en donde puedes morir, pero también donde puedes ganar. Es el único lugar en el que puedes verdaderamente ganar, cuando todo está a punto de tocar a su fin.