La familia ha pasado unos días en casa. Esto parecería algo normal y cotidiano si mi padre no viviera en una isla del sur y mi hermana en una isla del norte y si mi padre no tuviera miedo a los aviones y prefiriera tres días en barco y una noche en bus a tener que pasar por un aeropuerto. Con todas estas premisas el hecho de que la familia se reúna cobra tintes milagrosos. No sé si soy una persona familiar, pero me gusta mi familia: mi hermana, mi padre, mi cuñado. De abuelas, abuelos y tíos mejor no hablar, que eso es otra historia y ahí ya hay de todo.
Cuando viene mi hermana lo que suelo hacer es sacarle juegos a los que M. se niega a jugar o no le apasionan, porque es difícil que mi hermana diga que no a nada (aunque de pequeñas siempre prefería un buen libro a cualquier otro entretenimiento). Monté primero el Ticket to Ride, ese juego que tanto me gusta y me relaja, pero no tuvo el mismo efecto en ellos. Mi cuñado sí, estaba bastante cómodo y nos ganó con amplia ventaja, pero mi hermana acumulaba trenes y trenes sin saber qué hacer con ellos y mi padre casi se dejaba aconsejar en cada jugada, dejándose llevar más que decidiendo y la partida se le hizo eterna. Mi hermana me pidió una libreta para –la próxima vez que jugáramos– poder escribir los vagones que necesitaba. Yo aflojé bastante, no fui a degüello, sino que me lo tomé con calma, sin pelearme por tramos y sin sabotear planes ajenos, con la esperanza de que si les daba un poco de oxígeno apreciarían mejor el juego, pero no funcionó, Ticket to Ride no es para ellos.
Al día siguiente probé con algo aún más clásico: Carcassone. Es un juego también tranquilo, de tomar el té y disfrutar del mapa que se va formando en la mesa. Primero jugué con mi hermana y ganó ella gracias a una enorme ciudad que consiguió hacer en el centro del valle. Después jugamos los tres y mi padre parece que le cogió más gusto, que lo entendía mejor. Quitando el tema de los granjeros, que era un poco más confuso, elegía con sabiduría y sin ayuda cuándo poner un caballero, un monje o un rufián. No ganó, pero no se quedó muy lejos de nosotras, y le pasa en eso como a mí: no pasa nada por perder, pero cuando pierdes por mucho te sientes humillado.
Mi padre dijo: pues estaría bien que los caballeros se comportaran como caballeros y los rufianes como rufianes y lucharan entre ellos. Yo me carcajeé groseramente: papá, hay juegos así, pero no ibas a aguantar la explicación. Me imaginé a mí misma tratando de explicarle juegos más narrativos como el Mansiones de la Locura o el Mage Knight cuando Viajeros al Tren le parecía complicado.
Sacamos por la noche Lords of Waterdeep, un juego que a M. no le apasiona pero que controlábamos más o menos (luego se verá que en realidad era más «menos» que «más») y que era fácil de entender. Mi padre intentó sentarse con nosotros, pero entre que estaba en inglés y que requiere una explicación un poco más detenida que los anteriores, abandonó pronto. Lo primero que hice fue decirle a mi hermana que lo más importante del juego era que recordara que los cubos naranjas eran fighters, los morado magos, los blancos clérigos y los negros rufianes. Se lo pregunté varias veces para comprobar que lo había pillado. Luego le dijimos que realmente lo único importante era el color, porque el hecho de que fueran aventureros y no vacas y pollos o judíos y musulmanes o tabaco y ron era algo puramente circunstancial que tenía que ver más con que el juego lo editara D&D que con otra cosa. De todas formas mi hermana es una persona muy recta que se pasó toda la partida pidiendo fighters, rufianes, clérigos y magos en lugar de morados, blancos, negros y naranjas.
Tardamos un poco en ponernos de acuerdo con respecto a las reglas, sobre todo con los edificios que ponían when purchased/at the start of the round. Al final mi hermana me convenció de que sólo se llenan de recursos cuando los compras y no cuando están pendientes. También hubo una carta de intriga que decía que podías usar un edificio que estaba pendiente de construcción «como si lo controlaras» y no nos quedó muy claro si es que podías asignar un agente o que podías actuar como el dueño. Pero bueno, todo eso fueron minucias, lo peor de todo fue que se me olvidó la regla por la cual, cuando todos los agentes están asignados, los del Waterdeep Harbor se vuelven a asignar en orden. Jugué bien, jugué jodidamente bien, jugué tranquila y me centré en las misiones que me darían puntos al final de la partida. Di casi media vuelta más al marcador que el resto. Victoria holgada. Sin embargo quedó ensombrecida por ese olvido, por ese error. Da igual que la regla hubiera sido igual para todos, M. y mi hermana se me echaron encima, impugnaron la partida, dijeron que los había timado y sí, vale, te agradecemos mucho que hayas hecho el esfuerzo de leerte las reglas y acordarte de ellas pero… –No digas «pero», porque todo lo que dices antes de un «pero» se anula.
Mi hermana estaba tan contrariada que se cogió las reglas y leyó todo aquello que no había podido leer durante la partida y buscó foros y faqs para completar la información. Puede ser más obsesiva que yo cuando se trata de jugar correctamente. Lo malo era que le hubiera gustado leer las reglas antes de jugar (no es de esas personas a las que les encanta aprender mientras juega, sino todo lo contrario, a ella le gusta tenerlo todo claro desde el principio). Lo bueno fue que el juego, pese a ser –como diría un reseñista de juegos–: «un muevecubos sin alma» les tuvo, a ella y a su novio, bastante encandilados. Yo no puedo decir que sea mi juego favorito, pero es de esos juegos kit-kat, que te sirven para tomarte un respiro, para estar contigo misma mientras te sientas con los otros, para estar cómoda y tranquila, compartiendo mesa pero sin necesidad de interactuar demasiado, en ese estado de calma y comunión que sucede, a veces, en las buenas familias.
De todas maneras, cuando mi hermana dijo lo de «habría preferido leerlo yo», echando por tierra mi esfuerzo y mi memoria, le azoté el reglamento de Battlestar Galáctica y le dije: toma, lee éste, que es el próximo al que vamos a jugar. Entonces ella en lugar de bajar a la piscina, jugar al solitario, dormir o hacer cualquiera de las cosas que se hacen en vacaciones, se cogió un par de folios y un boli y se puso a hacer esquemas. Y al final nada, se nos pasaron los días rápido y por las noches estábamos todos agotados y no llegamos a jugar.
Mi hermana se fue demasiado pronto, dos días antes de su cumpleaños, y nos quedamos con el menos jugón de la familia. Pensamos en que ahora me voy a un seminario y que luego nos vamos de vacaciones (por fin y si dios quiere) y en que no veríamos una partida larga con nuestro grupo de juego hasta octubre, así que quedamos con Cristóbal (Óscar, Pas y Cerezo todavía andan perdidos en compromisos veraniegos, aunque no perdemos la esperanza de recuperarlos).
Ni siquiera me molesté en invitar a la mesa a mi padre, estos ya se salían de madre totalmente, pero también me dio un poco de pena porque mi padre es como yo, que no le gusta que algo esté sucediendo cerca de ti y no ser partícipe. Sacamos el Wilderness y el Fortune and Glory.
Me dio tiempo a repasar las reglas del primero, pero las del segundo no, de todas maneras nos arriesgamos. Mientras leía las reglas del Wilderness me decía a mí misma «cómo me gusta este juego». Y es que tiene mucho sentido, realmente todo lo que sucede sigue la lógica de quien se pierde hacia rutas salvajes y es atacado por el hambre, la sed, los animales. El agua contaminada de los pantanos, el turno de la naturaleza, el día y la noche, la propia descompensación de las cartas, todo esto le da un realismo tan brutal que, cuando mi padre nos trajo la bolsa de patatas fritas las saboreé como si fueran el manjar más delicioso del mundo, como si el hambre fuera algo asombrosamente real y se hubiera instalado en mi cuerpo, como si esas patatas me pudieran salvar la vida.
M. y Cristóbal tomaron la ruta del norte y yo la ruta del sur, peligrosamente cercana a los animales, que conseguí sortear con cierta dosis de suerte y al final no fueron más que adornos sobre el tablero que no nos molestábamos en mover. Jugamos pacíficamente hasta el final, sin atacarnos, buscando las ventajas en las cartas de evento. Después llegó un momento en que empezamos a volvernos más agresivos y una carta de enfermedad que lancé sobre M. acabó con él definitivamente. No me produjo excesivo placer porque eso no me concedió la victoria, pero pude sentir cómo mi mano podía mover la aguja que está entre la vida y la muerte y decidir el destino de un hombre.
Y sí, ganó Cristóbal. Era justo que ganara el montañero, aunque me habría sentido mejor si no hubiera ganado sin sed, sin hambre y sin agotamiento, fresco como empezó, tranquilo después de un relajado paseo por la naturaleza mientras yo agonizaba al borde de un pantano.
Después mi padre nos preguntó si habíamos terminado de jugar, a lo que contesté: este era el aperitivo, ahora es cuando vamos a jugar, con lo cual abandonó y se fue a la cama.
Yo intenté repasarme un poco las reglas del Fortune and Glory mientras le decía a Cristóbal cómo montarlo y M. hacía la cena. Querían jugar con los nazis. Los nazis molan, los nazis hacen buena cualquier historia, los nazis vuelven interesante cualquier discusión. Los nazis son los mejores malos que existen, en los que se acumula tal grado de maldad que son los más monstruos de todos los humanos. Me parecía que eran demasiado, que era mejor jugar un competitivo sin nazis y dejar a los malos malérrimos para otra ocasión, pero no, tú no puedes abrir el Fortune and Glory y dejar los nazis aparcados. Es estéticamente imposible.
Y así nos empezamos a enfrentar a los peligros, con la peor noche de suerte de todos nosotros que jamás haya existido. Los dados no querían sacar números altos igual que el balón de fútbol, en ciertos partidos, simplemente «no quiere entrar». Da igual la fe o las ganas que pongas. Hay noches en las que nada sale bien y punto. Y ésta era una de esas noches.
No salimos de América. Cristóbal y yo ni siquiera salimos de Norteamérica. Yo tenía una viajera con bonificaciones al movimiento por agua que no llegó a recorrer más de dos regiones. Pasó toda la partida y sólo conseguimos un artefacto (y gracias a que lo buscamos entre los tres), mientras los nazis llenaban el mapa de soldados y se hacían con un artefacto cada dos turnos. Imposible. Llegó un momento en que ya vimos que estaba todo el pescado vendido y perdimos la esperanza. Luego los nazis tuvieron unas tiradas no muy buenas que no hicieron más que alargar más nuestra agonía. Ellos eran mejores y lo sabíamos. No había nada que hacer. Terminamos la partida con la sensación de impotencia en la garganta. No estábamos preparados, no tuvimos suerte, no cogimos los personajes adecuados… excusas para una derrota que se podía resumir en tres palabras: Ellos eran nazis. Y los nazis, vuelvo a repetir, son los mejores malos de la historia.