Amor mío, ¿Qué haría usted si sólo le quedase un día? ¿Si el mundo fuera a acabar? Hay quien dice que se desfogaría al máximo, que haría aquellas cosas que se priva de hacer porque la sociedad considera ilegales o él mismo considera inmorales. Matar. Violar. Prender fuego. Otros dicen que harían aquello que estaban reservando para cuando tuvieran tiempo/dinero/ambas cosas, viajarían muy lejos, se pondrían ese vestido sin estrenar, abrirían la botella de vino del 83. Hay quienes son perfectamente felices con su vida y no harían ni más ni menos que su rutina diaria, besarían a su esposo y a sus hijos, trabajarían, lo dejarían todo listo, en perfecto orden. Pienses como pienses lo cierto es que hay dos cosas que harías en el último día de tu vida: la primera es decir aquello que no has dicho. La segunda es estar junto a la gente que quieres. Cosas cotidianas, amigo, que se supone que hacemos todos los días, sin importar que el mundo se acabe.
Creo que la mejor manera de pasar el último día es jugando. Jugar una última partida, perder una última vez antes de perder del todo y para siempre.
Y el último día había llegado. Después de tanta preparación, tantos aviones, trenes, hoteles probables, mosquitos, entradas y multitudes: el último día en Essen. 9 horas por delante y todo se terminaría. Tuvimos que aprovechar bien cada minuto, estar atentos, volar de sala en sala. No recuerdo haber tenido ni hambre, ni frío, ni ganas de mear. Sólo recuerdo que las horas pasaban y el mundo se iba a acabar.
En cuanto llegamos corrimos a la mesa de Firefly, que el día anterior nos había quedado pendiente. La mesa misma era un tablero gigante, una gran idea para ver cómo luce el juego y colocar las cartas. Tuvimos que esperar un poco, pero al final nos hicimos con un sitio libre. Como estábamos en una mesa con alemanes nos perdimos un buen porcentaje de la explicación y la verdad es que ni el tipo que lo explicaba era muy amable ni yo estaba muy despierta, así que me enteré poco y mal y no lo disfruté demasiado. Tiene pinta de ser un juego que podría funcionar bien con nuestro grupo, con misiones, temática espacial y luchas internas, pero lo único en lo que pensaba era en levantarme de ahí y en tomar un Earl Grey con leche.
Después nos acercamos a ver a los chicos de Blocks in the West, que estaban muy cerca. Era un juego que nos había seducido por la edición de coleccionista en bala de aluminio gigante y que nos sedujo más aún con las explicaciones del diseñador del juego Emanuele Santandrea. No nos sentamos a jugar, pero nos explicó algunos conceptos y los encontramos sencillos y lógicos. Con lo que ponía cada ficha ya sabías cuánto necesitabas para mantenerla y qué acciones podías realizar. Los mapas eran de calidad, la reglas básicas para empezar a jugar apenas ocupaban cuatro páginas y había misiones para todas las franjas temporales. Un juego que no terminamos comprando, pero creo que caerá en el futuro.
Nos despedimos de Black Meeple, Pepe e Israel, con ganas de encontrarnos de nuevo, no ya frente a una pizza sino frente a un mapa, una mazmorra, un mazo de cartas, hasta puede que frente a cubos y trabajadores de madera. Todo se andará, si no se termina el mundo antes.
Encaminamos nuestros pasos después al Francis Drake. Sólo había un sitio libre, así que me puse yo y me tocó jugar con los adorables escoceses de Fragor Games, que parecía que llevaban jugando a eso toda su vida. La primera parte del turno es una fase de subastas en la que tienes que escoger todas las acciones y ventajas que tendrás luego. Después tienes que colocar tus fichas con números en diferentes lugares del tablero y resolverlos por orden numérico, así que a veces, aunque pongas ficha no te tocará nada. Jugué bastante mal y tardé el turno entero en enterarme de cómo funcionaba. Los escoceses se dieron un paseo militar y terminaron el turno con una ventaja considerable. Me pareció un juego bastante curioso, muy bien hecho y con un aspecto alucinante, pero eché de menos que hubiera más movimiento por el mapa, que hubiera algo de viaje y no sólo colocación de fichas en lugares concretos. M. tiene una aversión a las subastas que explicaré más abajo, así que tampoco lo compramos.
Las horas volaban, el sol ya había cruzado su cénit y quedaba poco tiempo y fuimos a hacer las compras. El Estudio en Esmeralda ya se había agotado. (Nota mental: para otro año hay que enterarse muy bien de qué juegos tienen stock limitado para que no se nos escapen). De todo lo que jugamos en Essen fue el que más nos llamó la atención y dio bastante rabia perdérselo. A nuestro grupo le gustan esos juegos misteriosos de puñaladas y secretos y cualquier día de estos me lío la manta a la cabeza y se lo pido a Treefrog, que por fin lo vuelven a tener disponible.
Se acercaban las 19h., peligrosa, inexorablemente. Intentamos probar el CV, pero las chicas que lo explicaban tenían mucho trabajo y tuvimos que intentar desentrañar las reglas nosotros mismos con la ayuda de unos simpáticos franceses. No nos pareció gran cosa el juego, poco más que un pasa-ratos o filler y dejamos colgados a los franceses, que sí que parecían interesados. Creo que es un juego muy francés, gracioso, ligero y bonito, más ingenioso que profundo.
Dimos unas cuantas vueltas y por fin encontramos el Yunnan, que teníamos ganas de probar después de los comentarios de la Ficha Negra («es un euro, pero con puteo») y aquí es cuando os cuento por qué a M. no le gustan las subastas, porque creo que no llegué a entenderlo hasta que jugamos a éste. Hay una diferencia entre el puteo en juegos más temáticos o americanos, donde es un ataque directo o una traición limpia y el puteo de los eurogames. El puteo aquí consiste en no dejarte hacer lo que querías hacer, y además impedírtelo porque yo he pagado más o yo he sido más rápida. No hay honor en las subastas, no son de caballeros. Las subastas son de comerciantes listillos, de burgueses que arreglan las cosas con la cartera y no con la espada. M. puede asumir que lo tiren de un barco, que lo apuñalen por la espalda, que le roben, que se lo coman los zombies, todo eso lo acepta. Lo que no puede soportar es que venga un señoritingo (o señoritinga) y con un par de billetes más le reviente la estrategia.
No estamos muy hechos a ese tipo de juegos así que también perdimos y nos fuimos para no volver tras los primeros dos turnos. Essen a punto de cerrar y nosotros todavía con dinero en el bolsillo y espacio en la maleta, lo que nos hizo tomar decisiones rápidas y no siempre acertadas.
–¿Legacy?
–No sé, ¿a ti te gusta?
–Sí, a mí me gusta, pero quiero saber si vas a jugar tú conmigo.
–Eso no lo sé, la primera vez seguro que sí.
–Ya, pero luego no. ¿Pillamos Blocks in the West?
–¿Vamos a jugar?
–Probablemente no.
–No sé. Coge el que quieras.
–No sé.
(…)
–Coge el Légacy, venga, si te gusta.
–Venga, vale.
–O no, no sé. Haz lo que quieras.
Compré el Légacy, aunque fuera sólo por saludar a Ignacy y que Michiel me lo firmara, pero después de aprender las reglas, hacer una partida sola y otra con una amiga y dejar que M. lo pidiera en lugar de imponérselo, aguantó turno y medio, puso cara de asco, dijo que no lo entendía y lo guardamos en medio de un tenso silencio incómodo que duró hasta que nos despertamos al día siguiente. Mucho me temo que, después de todo, durará poco en casa.
Acabó Essen. Acabó el mundo. Estaba tan agotada emocional y físicamente que olvidé mi sobre de documentos y hasta pensé que se me había quedado una bolsa en la parada del metro. Por fin llegamos al hotel y probamos los juegos pequeños que nos agenciamos en los últimos minutos de la feria: Glastonbury y Donburiko. El primero es un juego muy tranquilo, de memoria y atención. Me gustó la temática (eres un mago de la zona más espiritual de Gran Bretaña que trata de coleccionar ingredientes) y la mecánica de ir dando vueltas alrededor de la «estantería» y coger cartas. Por cada ingrediente que me agenciaba hacía una especie de hechizo mental para recordarlos mejor, algo así como «ojos de serpiente y telas de araña curan la migraña» o «calabazas, cajas rojas y pipetas, llegarás a todas tus metas» y sí, es tonto pero me sentía como una auténtica hechicera. M. sin embargo lo encontró bastante soso y aburrido, sin faroleo, sin ataque, sin heridas, sin dragones, sin una sola promesa de venganza. Salvamos que es pequeño y no le molesta en la estantería, amigos.
El Donburiko ya le fue gustando más. Hasta el punto de considerarlo juego de culto y reverencia. Una obra de absoluta genialidad, citando sus propias palabras. En fin. Juego nipón comprado in extremis en el stand de Japon Brand en principio chorras, del diseñador del Love Letter (e ilustrado, pensamos, por su hijo/a de dos años o su gato) y en la misma línea: pocas cartas, rondas rápidas, faroles y riesgos. Primero se ponen tantas cartas como jugadores (hasta cuatro) y sobre estas vas sacando las tuyas: boca arriba (coges una ficha) o boca abajo (dejas una ficha). También puedes coger una fila siempre que tenga más de dos cartas. Todo lo que esté por debajo de cero o por encima de 6 lo pagas a la banca. Lo que esté en 6 o menos de 6 te lo paga la banca a ti. A los 20 puntos ganas. Ni más ni menos. Un juego sencillo en su diseño y sus mecánicas, pero que tiene más matices de los que parece y requiere ciertas dosis de psicología y templanza.
Intentamos probar el de Corto Maltés pero, entre que estábamos muy cansados y que el libreto de reglas no es el más claro del mundo, desistimos y dormimos un poco hasta las 2 de la mañana. Llegamos a la parada del taxi a lo que creíamos que eran las 3. Sin embargo volvían a ser las 2 debido al cambio horario, así que nos fuimos al McDonalds (benditos McDonalds 24h) y echamos un par de partidas al Toma 6, un jueguecito del que había leído buenas críticas y conseguí por 5 € en una de las tiendas de segunda mano. Nada reseñable, la verdad es que de dos no tiene mucha gracia porque ya sabes las cartas que tiene el otro. Falta probarlo de más, pero tampoco tiene nada especial sobre otros juegos de cartas de la baraja española, me parece.
Cuando llegamos a la estación de Alicante probamos el Cheaty Mages, otro juego de cartas japonés que vendían en el stand de AEG en el que tienes que apostar por el resultado de un combate entre criaturas fantásticas que más tarde te afanarás por amañar. Faroleo, puteo, secretos, dragones y orcos pata negra. Este sí que es de los nuestros. Y además la bolsa que nos regalaron en AEG nos da para hacer la compra anual de una sola vez.
A veces, después del último día la vida sigue, y entonces tiene más sentido, como la vida de Walter White cuando supo por fin que iba a sobrevivir. Sobrevivimos con más ganas de jugar que nunca. Sólo espero que nuestras ganas resistan al frío, a la manta, al poco tiempo durante la semana, a los ordenadores, el fútbol, la tele y las siestas durante los fines de semana, al 2 como número de jugadores, a las reglas que hay que aprender, a la mesa ocupada… es fácil olvidarse de que una vez fue el último día, y que entonces fuiste feliz, y que decidiste no dejar de serlo.