De pequeña yo ganaba casi siempre. Éramos mi hermana y yo en casa y teníamos ciertamente pocos juegos de mesa: Trivial y Misterios de Pekín era a los que más jugábamos, aunque de vez en cuando sacábamos las damas, el ajedrez (al que siempre quedábamos en tablas, haciendo gala de nuestra ausencia de estrategia por ambos lados) o el backgammon y otros juegos exóticos que venían en un estuche con dos ruedas en las que se enrollaban y se desenrollaban los tableros. Algún parchís caía también y, mucho más a menudo, alguna Oca (soy una ferviente defensora de la Oca, pero de eso hablaremos en otra ocasión) y también jugábamos bastante a menudo a las cartas. El caso es que ganar a mi hermana era más o menos fácil. Había dos cosas que la perdían: la inocencia y la piedad.
La inocencia hacía que no sospechara nada cuando yo hacía trampas. No hacía trampas demasiado a menudo, pero de vez en cuando comprobaba lo fácil que era de engañar y le colaba alguna acción de tahur sin moral ni dignidad. Lo de la piedad era peor. Su piedad, la penita que pasaba cuando yo me ponía triste porque perdía –o porque estaba perdiendo– era insoportable para ella, y hacía lo imposible por solucionarlo: me daba pistas en el trivial, me dejaba volver atrás o incluso forzaba las reglas para que yo pudiera hacer lo que me diera la gana o para que tuviera más oportunidades.
Yo, por supuesto, me aprovechaba de la situación. Ostentaba mi tristeza o le ponía condiciones antes de empezar un juego, sobre todo el trivial, que era donde más diferencia de nivel había entre nosotras. Yo era la hermana caradura, rebelde y perezosa. Ella era la hermana trabajadora, obediente y compasiva. Fuera de casa nuestros caracteres se suavizaban, se matificaban, se adaptaban a otras realidades. Dentro de casa nos enfrentábamos, como si cada una tuviera la obligación de ocupar el espacio que la otra dejaba libre, como si tuviéramos, entre las dos, que completar todas las opciones del universo.
Con el tiempo he tenido que ir aprendiendo a ajustarme a las reglas en lugar de ellas a mí y a vérmelas con jugadores que han perdido la inocencia para siempre. Ahora A. vive en Brighton. Trabaja a destajo como cocinera en un hotel pijo y apenas la veo. No he ido nunca a visitarla. Ella ha venido ya un puñado de veces. Me gusta que venga mi hermana porque tengo confianza con ella y es muy agradable tenerla en casa, y también me gusta que venga mi hermana porque le encanta jugar a juegos de mesa. No sólo eso. Le encanta leerse las reglas de cabo a rabo, le encanta explicar y le encanta ocuparse de la banca y de las revisiones mientras los demás se despreocupan. Además de eso se mete en la partida, se concentra, vive el juego intensamente. No es de estas personas que juegan contigo porque tienen ganas de verte y de comerse el pastel que les has preparado, sino que ella juega porque le gusta jugar. Cuando yo era chica y jugaba con mi hermana, con Adriana, con mi prima… pensaba que a la gente, en general, le gustaba jugar. Fue con los años cuando me dí cuenta de que me equivocaba, de que había una inmensa mayoría de gente que lo consideraba una pérdida de tiempo, o que sólo estaban dispuestos a jugar a algo que exigiera muy poco de su parte: ni hablar de largas explicaciones, de leer reglas o de asumir que durante las primeras partidas tienes que dedicar tiempo a aprender, a revisar o a volver atrás.
A. viene a jugar. Además de a verme o a hacerme la comida y cuidar de mí, viene pensando en el Talismán, el Descent o en las nuevas adquisiciones de las que yo le he ido hablando antes de que llegara. De hecho ella fue la que nos compró el Descent, la que se papó las reglas durante la noche y la que se pasó más de ocho horas haciéndonos de Overlord. Como es lógico, cuando se va, nadie puede ocupar su puesto y nos quedamos tristes pensando que sin ella hay juegos a los que directamente no podemos jugar. El Descent y el Caballeros Guerreros no han vuelto a salir de la caja desde que ella se fue, y quizá sea mejor así, porque hay grandes juegos que exigen grandes jugadores.
Tenía muchas ganas de que volviera mi hermana, y más si venía acompañada de su novio: eso hacía un total de cuatro, que es el número perfecto para casi todos los juegos de mesa. Le llevaba hablando del Mansiones de la Locura un tiempo. Tenía muchas ganas de jugar con ella, era un juego con ciertos detalles pero que se explica con facilidad a un novato. Quería devolverle el favor de leer reglas y guiar el juego.
M. se puso, como siempre, de Guardián Oscuro y J.C., mi hermana y yo cogimos a los héroes. Ella tuvo el acierto de coger a uno que podía buscar sin gastar ninguna acción y eso nos hizo movernos bastante rápido dentro de la intrincada escuela para señoritas en la que nos encontrábamos. Sin embargo ella estaba bastante agobiada por dos motivos: el primero era que no sabía todos los detalles del juego, no se había leído las reglas y no podía estar segura de nada. El segundo era la temática: mi hermana es bastante miedosa y no creáis que a una persona que no pudo soportar Alien, tenía miedo de las serpientes hasta que fue mayor de edad y, de pequeñas, se la podía asustar poniendo voz grave y pronunciando «sooy el fantaasmaaa de la óoopera» en la oscuridad, podía disfrutar un juego ambientado en historias de terror. No, el terror no es para mi hermana, y este juego, para bien o para mal, logra una atmósfera terrorífica que envuelve la habitación de inquietud y miedos atávicos.
He de decir que a pesar de todo ganamos. Fue más porque M. no se había leído las condiciones de victoria que por otra cosa, pero fue una victoria divertida, sorprendente y creo que, pese a todo, justa. Sin embargo hubo un momento en el que mi hermana se sintió sobrepasada por el juego y se cabreó tanto que no pudo disfrutar la victoria y se quedó protestando día y medio. Ese momento fue cuando los aventureros nos enfrentamos a un puzle de circuito. Cada personaje tiene un nivel de inteligencia, que se traduce en los movimientos que puedes hacer para resolver un puzle. Si no lo consigues, el siguiente jugado puede intentarlo, pero no le puedes dar pistas ni decirle nada. No os podéis imaginar el revuelo que armó esta sencilla regla. A. estaba cabreada porque ella era inteligente y ella sabía cómo resolver el puzle, pero su personaje no. No entendía que si el jugador sabía resolverlo por qué no podía decirlo, por qué no podía comunicarse con el resto de jugadores. –A ver, yo estoy en una mansión con vosotros y sé resolver el puzle, pues os lo digo. –No, Tene, no puedes. Tú sabes resolver el puzle pero tu personaje no. –Pero ¿quién está jugando? ¿Estoy jugando yo o está jugando mi personaje? –Tan convencida estaba que, cuando por fin acabó todo, decía «yo sí resolví el puzle». Se enfadó con el juego, se enfadó con la temática, me dijo que no le gustaba nada, que odiaba el terror. Yo creo que lo que odiaba, en realidad, era la incertidumbre: era no tener todos los datos, no haber podido leer todas las reglas, no poder dar y recibir información. Mi hermana es feliz si es la narradora, la overlady, la guardiana, la que conoce todo, la que lee las cartas, la «madre» en los juegos de guardería y campamento.
Guardamos el juego infecto bajo la promesa de no volverle a sacar nada que tuviera que ver con Cthulhu y de dejarle leer las reglas la noche antes. Al menos hasta que deje de tener miedo a los abismos. Hasta que dejemos todos de tener miedo a los abismos, a lo desconocido, a todo aquello que no podemos controlar.