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Yo no hago críticas

Era la misma película. Sin embargo no era la misma película. Era el mismo director francés, idénticos diálogos, el final permanecía inalterado. Y con todo no era igual. No fue lo mismo verla en aquél ateneo, con Graciela a mi lado entendiéndolo todo, con después nuestros chistes privados y nuestras citas, que verla en aquél apartamento de París con las niñas, que siempre se preparaban un yogurt y esperaban un entretenimiento de hora y medio y yo me sentía casi culpable de haberles puesto a Godard (Godard no es para niños).

No fue lo mismo leer esos poemas yo sola, en casa, hojeando las páginas de las antologías que compraba mamá en el círculo de lectores o después cuando Roger, borracho como casi siempre declamó contra Jaime Gil de Biedma palabra por palabra de qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso. Y de repente pude sentir el ritmo de los poemas que no tenían ritmo ni medían los versos.

Tampoco fue la misma la Rayuela de los 15 años y la de los 25, cuando volví a leerla con un lápiz y subrayé pasajes diferentes porque el libro no había cambiado pero París y yo sí, ninguno de los dos éramos los mismos.

Es difícil entonces separar el objeto: el libro, la película, el poema, de la experiencia propia, del instante e incluso de la gente que está contigo. Me resulta muy difícil ver una película con alguien que se aburre y no aburrirme yo también un poco, o escuchar los fragmentos preferidos de una persona sin ser contaminada también por su pasión.

Dos años estudié crítica y teoría literaria y aún no lo consigo, el separarme suficientemente de la experiencia, del sueño que tenía o del sol, o de quién estaba o no estaba a mi lado, o incluso de quién lo había leído antes.

Es cierto que la crítica se puede centrar en el autor, en el texto o en el lector, y que la más interesante es la que analiza la relación entre lector y texto, pero siempre me pregunto qué verdad objetiva se puede sacar de mi experiencia propia, porque una nunca lee un texto en solitario, sino que lo lee con todas las lecturas que tanto el texto como la persona han vivido previamente. No es una relación de dos, aislada, sino que es más bien una casa donde existen muchas presencias. Y entonces, tras toda esta gente habitando un espacio, se crea un canon, una lista de las obras que se consideran dignas de ser habitadas, que han ido sobreviviendo a lo largo de la historia y han dado lugar a diferentes lecturas y diferentes usos. Pero el canon, como la vida misma, también cambia, y siempre hay Don Quijotes esperando que algún excéntrico autor inglés los desempolve y vea en ellos más que una novelita de aventuras.

Y fijaos que hablo de libros y películas, de objetos que sólo exigen del lector que se siente y los mire. Fijaos que aún no me he atrevido a hablar de juegos.

Los juegos son objetos, eso es cierto, pero podríamos decir que son objetos mucho más inacabados como tales que un texto (ya sea escrito, cantado o filmado). En absoluto fue el mismo juego el que sacamos una noche, recién leídas las reglas y preparados para comernos el mundo que el que llevé a Madrid con mi prima pequeña, mi tía a la que no le gusta jugar y mi tío que piensa que no se ha inventado nada mejor que el mus. Tampoco fueron las mismas cartas las que repartí entre los que afilaban los cuchillos y las que di a los que no querían pelea. El grupo, nuestro conocimiento de las reglas, el lugar, la disposición, el momento, todo tiene una importancia extrema. Así que los juegos quizá no se dividen tanto en «buenos» y «malos», sino en «adecuados» y «no adecuados», teniendo en cuenta una cantidad de factores infinita. No recuerdas juegos, recuerdas experiencias de juego. Recuerdas cuando la cagaste cargándote el tanque de agua a las primeras de cambio, o cuando era verano y llegasteis a superar el record del Hanabi en la terraza. Recuerdas cuando los tres os convertisteis en sapo o cuando todo te salía bien o cuando casi lloras.

El otro día escuchaba un antiguo podcast de Análisis Parálisis en el que preguntaban por manías lúdicas. Primero pensé que no, que yo no tenía manía ninguna, me daba igual que bebieran, comieran, que me ayudaran o no a recoger, que las cartas tuvieran fundas o no, que las cajas se dieran la vuelta. Luego, pensándolo un poco mejor apareció una manía. Una manía pequeña, pero que puede llegar a resultar muy molesta: las reglas no se cambian. No sólo me refiero a que no me siento cómoda jugando con reglas caseras, sino que si hay alguna duda con respecto a cómo interpretar algún párrafo me desvivo por buscar la manera correcta. El canon, podríamos decir. A veces es fácil olvidar que lo más importante del juego no es el juego en sí mismo, sino la experiencia que te proporciona, y que la experiencia está por encima de «lo que quiso decir» el autor.

Y otra manía o, más bien, obsesión no realizada: la de tener un «fondo de armario» de juegos (otro canon). Me preocupa no tener esos «juegos indispensables que deberían estar en su biblioteca, señora», como la colección de Planeta Agostini de los clásicos de la literatura. Porque da un poco igual si no lees La Divina Comedia o La Ilíada, pero ningún hogar debería carecer de estos libros. Son un seguro de vida por si un día, sin que tú te des cuenta, los necesitas. Es una obsesión estúpida, pues los juegos, en sí mismos, no tienen valor si no se juegan, y quizá sean muy buenos juegos pero jamás vas a poder disfrutarlos, porque no depende enteramente de ti.

Por eso no analizo, no pongo nota, no aconsejo. No podría deciros qué juego es mejor que otro, no puedo hacer un ranking, un canon, un sello de calidad. No puedo alejarme lo suficiente como para explicaros más que cómo me sentí en ese momento, con esa gente, en esa partida, sin tratar de universalizar aquello, porque podría cambiar en cualquier momento. Sin embargo me gustan las críticas, los cánones, los rankings, me gusta leer, escuchar, ver, intentar atesorar los juegos «buenos», para al menos en mi cabeza tener la ludoteca perfecta, aquella que siempre te daría el mejor juego posible para todas las situaciones posibles, para todos los mundos imposibles.

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Fall in Essen

Los nuevos amigos

¿Qué sentido tiene ir a Essen? ¿Qué sentido tiene si cada vez es más difícil encontrar buenas ofertas?, ¿si en realidad puedes pedir los juegos para que te los traigan?, ¿Qué sentido tiene si finalmente puedes comprarlo todo desde tu sillón? Y bueno, estaría de acuerdo en admitir que no tiene mucho sentido si fuera a Essen a comprar, pero no, no voy a comprar (aunque alguna cajita siempre cae), sino que voy a jugar, a conocer, a ver, a vivir.

Lo primero es que las ofertas ni las miro. Uno no se gasta un billete de avión, tres noches de hotel y entradas para ahorrarse 5 o 10 euros en una compra. No tiene ningún sentido. Vale, a todos nos gusta conseguir los chollos que no consigue nadie y presumir «mira, me he pillado un xxx por la mitad», pero en realidad si lo analizas fríamente no es verdad. Si prorrateas tu viaje entre los juegos que te compras verás que no has ahorrado nada.

A mí lo que me gusta es sentarme a la mesa con desconocidos y tratar de entenderse en un discreto inglés, y me gusta ver a los diseñadores, a las nuevas editoriales, a todos los que están ilusionados por su juego, que ven la realidad a través de mecánicas y meeples. Me gusta que me expliquen y apenas enterarme y luego empezar a jugar e ir descubriéndolo todo. Me gusta vivir una aventura en cada mesa, con gente diferente, con objetivos distintos. Por eso voy a Essen.

Este año ha estado marcado por dos novedades: la irrupción de kickstarter como método de venta y la unión de lo analógico y lo digital.

Empecemos por kickstarter: podemos decir que la feria está sufriendo una decadencia con respecto a los años anteriores, sin tantas novedades como antes. Por otro lado podemos verlo más como una transformación que una decadencia. En el futuro me imagino una feria en donde los interesados en apoyar proyectos de crowdfunding se acercan para ver qué pinta tiene lo que van a comprar, donde tengan mucho más impacto los prototipos que los juegos ya editados, donde la gente haga cola para probar cómo funciona algo que no comprarán inmediatamente. Está claro que kickstarter ha venido para quedarse, con sus virtudes y sus peligros, y Essen podría ser una oportunidad de oro para minimizar esos peligros. Nos acercamos al puesto del Journey, un juego que apoyé para poder regalárselo a M. en Julio y que aún seguimos esperando. Lo único que pudimos ver fueron las miniaturas, y la verdad es que no nos decepcionaron en absoluto. También nos acercamos al ZNA de Funforge, donde sí pudimos probar el juego. Parece un proyecto sólido y el diseño me atrae bastante, pero no me impresionó lo suficiente como para arriesgarme con el crowdfunding. Este juego incluye una aplicación del móvil de realidad aumentada, lo mismo que el gran triunfador de la feria (al menos, el número 1 en la BGG): Alchemist. No podemos negar la época en la que vivimos, y vivimos en la época de la conexión permanente y los Aleph de bolsillo. Así que era lógico que tarde o temprano la inteligencia artificial irrumpiera en el mundo de los juegos de mesa. Por un lado creo que hace posibles juegos y modos de juego que de otra forma serían imposibles o muy minoritarios. El Alchemist sin aplicación se convierte en una condena para uno de los jugadores, que se tiene que limitar a comprobar en su tabla la mezcla de ingredientes. Ingrata tarea. Por otro lado me preocupa la obsolescencia. La tecnología es obsolescente por naturaleza. Los juegos no lo son. Hay juegos que con los años lo único que hacen es aumentar en encanto y valor. Supongo que la nostalgia tiene mucha culpa, pero la nostalgia no funciona igual con la tecnología, que se queda, en el mejor de los casos, como emblema de otra época. Parece como si lo digital estuviera condenado a su constante modernización para no morir. Ya estamos demasiado acostumbrados a las actualizaciones, las novedades, las sorpresas, que de alguna manera sin ellas no nos sentiríamos como parte de la modernidad. No tengo miedo de que los móviles desaparezcan, ni de que nos quedemos sin electricidad; entonces lo de jugar o no al Alchemist creo que sería de lo último de lo que nos preocuparíamos. De lo que tengo miedo es de que el juego envejezca más deprisa de lo que lo haría un juego totalmente analógico, de que haya nuevas aplicaciones, nuevos gráficos, nuevos programas, que nos hagan percibir que los juegos son obsoletos mucho antes.

De todas formas eso es algo de lo que nos preocuparemos en el futuro, cuando Alchemist salga en español (gracias, Devir) y nos toque plantearnos si entra en casa.

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Ahora os contaré mi viaje, no todo, pero sí algunos puntos que vale la pena recordar. El jueves llegamos ya demasiado tarde y no entramos en la feria. Sí que pedí a Black Meeple el Onward to Venus, que al final me compró Muevecubos y cargaron entre él y Pepe (chicos, estoy en deuda con vosotros tres y lo sabéis). Cenamos entre amigos y hablamos de juegos y de todo un poco. Nos volvimos a quedar con la pena de no jugar, sobre todo al prototipo de Luis, y ya se está convirtiendo en una fea costumbre. Creo que tendremos que planificar pronto un viaje a Barcelona para estrenar su ludoteca y probar nuestros afilados cuchillos.

Y ahora podemos decir dos palabras de los juegos que probamos.

27th Passenger: Un juego curioso de deducción, donde tienes que ir pidiendo información a tus compañeros de tren para descubrir su identidad. ¿Problema? En cuanto te descubren quedas eliminado de la partida, y eso en un juego que puede llegar tranquilamente a la hora de duración resulta un impedimento demasiado grande. El jugador que tenía al lado me descubrió en dos turnos y sólo pude seguir jugando gracias a su benevolencia, pero era como una muerta en vida, segura de que no ganaría nunca. No me negaría a jugar otra vez, pero no lo compré y no me lo compraría.

Amber Route: Cuando me senté a jugar pensé que no lo iba a dejar escapar por nada del mundo: piedras de ámbar, bonito dibujos de estilo medieval y el hecho de ir haciendo un camino lo convertían en un juego del tipo «viaje iniciático», a medio camino entre el juguete y lo sagrado que tanto me gustan. Sin embargo fue una partida sosa, donde no hubo ningún momento de tensión, que me dejó totalmente fría. Igual ya estoy iniciada y no necesito viajes iniciáticos. Quién sabe.

Onward to Venus: No nos emocionó tanto como Study in Emerald el año pasado, finalmente. Lo jugamos a dos y ya por la noche, exhaustos de todo lo demás, así que tendremos que probarlo otra vez a más jugadores y menos cansancio.

Realm of Wonder: Podrás decir lo que quieras de este juego, excepto que no es adorable. Es absolutamente adorable. Tiene un punto Talismán, de ir haciendo tu camino hacia el centro, venciendo enemigos y puteando a tus contrincantes. Puedes lanzar hechizos y usar tus habilidades. Hay algunas cosas en él que no me gustan, mecánicas de las que es difícil acordarse (como mover los círculos interiores) o que hacen que la partida pierda emoción, pues se perfilan los ganadores demasiado pronto. De todas formas, y a pesar de la insufrible compañera alemana que nos tocó en suerte durante la partida de aprendizaje, lo disfrutamos y el juego se vino para casa. Me gusta comprar juegos de editoriales pequeñas, por un lado sientes que estás contribuyendo directamente al desarrollo de los diseñadores, y por otro es más difícil que este tipo de juegos se traduzcan y se reediten y puedas luego encontrarlos desde casa.

Robin: Un juego pequeño, mínimo, un poco tonto, pero que no carece de encanto. Tienes que ir coleccionando cartas mientras te colocas en las mejores posiciones y mueves a tus contrincantes a las peores. Divertido, fácil de explicar, rápido, con un poco de estrategia y un poco de puteo. Perfecto para una cerveza. Un problema: las cartas son inmanejables. No sé de qué jodidamente resbaladizo material están hechas, pero es complicadísimo barajarlas sin que el mazo se haga añicos.

Doomtown: No tiene mala pinta, mucha estrategia, mucha interacción, mucha inmersión en el tema. Sin embargo jamás se me ocurriría comprarlo en inglés, entre lo duro que parece el juego y la jerga del oeste sería un claro candidato a coger polvo. Por otro lado, la edición de lujo es excesivamente cara. Y sí, soy de esas que habiendo edición de lujo les frustra comprar la normal.

Imperial Settlers: Sólo lo he podido jugar en modo solitario hasta ahora. Teniendo en cuenta que no me gusta jugar sola, no está mal. Es sencillo de reglas pero no es fácil de dominar. Quizá le veo el inconveniente de que quien sepa jugar va a barrer a los novatos. Por otro lado no parece un juego difícil de sacar a la mesa. Eso sí, valió la pena volver a abrazar a Igncy a Merry. Se merecen todo lo bueno que les pase.

Mood X: No tenía grandes esperanzas en él, parecía un remedo del Dixit y no tenía muy buenas críticas. Sin embargo nos sentamos a jugar un turno y fue muy divertido. Uno se tiene que inventar una historia y otro decidir cómo reaccionaría a esa historia. Los demás tienen que votar por el estado de ánimo que creen que ha elegido. Depende del grupo de juego, pero con el grupo de juego adecuado puede generar sensaciones que no se parecen a nada.

Strife: Unas pocas cartas y muchas decisiones que tomar. Lo bueno es que lo puedes llevar a todas partes y que es de dos jugadores. Lo malo, que te llevará un tiempo aprender las cartas y cómo interactúan entre ellas y sí, eso es necesario para jugar.

Madame Ching: Tengo que reconocer una cosa: me gustan los familiares. Me gustaría decir que no, que lo que me gusta son los juegos sesudos y largos en los que se demuestre mi capacidad para comprender, planificar y plantar cara. Sin embargo a lo que nunca digo «no» es finalmente a un ticket to ride, un coloretto o un lords of waterdeep. Mme. Ching es un familiar de colección y viajes, de calcular el trayecto, de acumular joyas. No es un juego imprescindible, ni mucho menos, pero es de esos que son como la película “Juno”, que es un valor seguro porque le gusta a todo el mundo.

Boss monster: Juego sencillo, nostálgico, hecho con cariño y video tutoriales (esto debería ser ya una práctica obligatoria). En él encarnas al Monstruo Final de un videojuego ochentero de mazmorras, que intenta construir sus habitaciones de tal manera que los héroes entren y mueran en tu cueva. Curioso, rápido, divertido, aunque todavía hay que jugarlo más para dar una opinión consistente.

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Ancient Terrible Things: Tenía una pinta genial, pero cuando lo jugamos me pareció que tenía demasiada parafernalia para lo poco juego que era. No es nada temático, ni en una sola ocasión sientes miedo de los monstruos, y lo que más influye en la partida es la suerte (o es quizá que cuando no sabes jugar a algo siempre el factor «suerte» pesa más). El caso es que no terminó de convencernos.

Hubo algún otro juego que nos explicaron, pero que no llegamos a jugar, así que no lo pongo aquí, y un par de ellos que me quedé con pena de no haber probado: Alchemist por encima de todo, Abyss, pero la gente de allí no era muy simpática, Black Fleet, una panda de italianos nosotros-siempre-jugamos-juntos nos arrebató la mesa en el último momento y Colt Express, que me empezó a apetecer más cuando la feria se había terminado.

Esta vez se nos escaparon los juegos de Japon Brand, pero quitando eso no echamos de menos hacer preorders. En realidad siempre vas a poder encontrar un juego, pero no siempre vas a poder vivir Essen. Y eso, compañeros, eso es lo que realmente cuenta.

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